
I. DIMENSIÓN CARISMÁTICA: El don de ser hermano menor
I.1. Nuestro carisma como don
La gratuidad está en el corazón de lo franciscano. Todo lo hemos recibido gratuitamente para que gratuitamente lo entreguemos (Mt 10, 8). El proceso formativo nos ayuda a reconocer agradecidos y a acoger con responsabilidad el don precioso de nuestra propia vida y vocación. Los dones no son para nuestro beneficio, sino para los otros. La consagración exige donarse al estilo de Jesús, que entregó su vida libre y generosamente por el bien de la humanidad (Jn 10,18). La fraternidad es el lugar primero de nuestra entrega, donde también nos hacemos responsables de los dones diversos de los hermanos.
La primacía del Bien ocupa el centro de la visión franciscana de la vida. Nuestro mundo, a los ojos de Dios, es bueno. Este optimismo creacional y antropológico, lejos de alimentar una posición ingenua frente a las sombras y dolores que el pecado origina, nos inserta de forma más plena en las entrañas de cuanto sucede, y nos invita a rescatar el bien que, sepultado por la injusticia, es propio de cada criatura y, en especial, del hombre. Nuestra vocación de hermanos se realiza consolidando y difundiendo el bien.
Desear ser y vivir como Jesús en una fraternidad, en medio de nuestro mundo, en simplicidad y alegría, es el mayor Donrecibido. Fraternidad y minoridad son nuestras señas de identidad: ser hermano de todos sin excluir a nadie, acoger de modo preferencial a los “menores” de nuestra sociedad; ser libre frente a cualquier tentación de poder; ser rico en afectos y sentimientos; vivir una sana tensión entre contemplación (lugar donde se fragua el deseo del Bien) y misión (lugar donde se comparten solidaria y gratuitamente los bienes recibidos). Nuestra forma de vida capuchina es un regalo de Dios a la Iglesia y al mundo.
I.2. La fraternidad
Dios es relación de personas. El Bien se comunica a través del amor libre y gratuito entre las personas divinas. El Creador no se apropia nada para sí mismo, al contrario, desea compartirlo con nosotros. El Padre, fuente de todo bien, nos ofrece en el Hijo un modelo y un proyecto de humanidad, y en el Espíritu Santo su fuerza y su creatividad para realizarlo. A imagen y semejanza de la Trinidad, construimos nuestra identidad compartiendo la bondad recibida y estableciendo relaciones fundamentadas en el amor, la libertad y la justicia.
Sin relaciones no hay fraternidad. Consecuentemente, nuestra primera tarea y vocación es convertirnos en hermanos menores, al estilo de Jesús, que no se apropió su condición de Hijo (Flp 2,6), sino que se hizo hermano de todos sin excluir a nadie. Las relaciones fraternas nos ofrecen un espacio de crecimiento humano y espiritual, en el que aprendemos a vivir, contemplar, estudiar, reflexionar, discernir y decidir todos juntos en fraternidad.
I.3. La minoridad
Jesús nos presenta un Dios que ama hacerse pequeño y revelarse a los humildes y sencillos (Mt 11,25). Es en la cruz, misterio de revelación de la pequeñez de Dios, donde el amor se hace verdadero en el vaciamiento total y en la entrega incondicional. Este es el fundamento de la minoridad. Se trata de algo cualitativo, no cuantitativo, que, a su vez, configura nuestros modos de desear, desenmascarando la tentación de ser y hacer cosas grandes. Francisco descubre en los pobres y crucificados el arte de construir relaciones de gratuidad, y una manera nueva de mirar el mundo centrada en lo fundamental. En esta misma dirección, la reforma capuchina acierta a conjugar de modo singular la sobriedad con la búsqueda de lo esencial.
Lo esencial tiene siempre que ver con las relaciones. La acogida, el diálogo y la aceptación de la diversidad son imprescindibles para poder construir relaciones trasparentes e inclusivas en nuestras fraternidades. Minoridad es también apertura mental y flexibilidad frente a cualquier ideología cultural o religiosa que amenaza nuestra identidad carismática, impidiendo el testimonio de la vida fraterna y la colaboración a diversos niveles entre nosotros.
I.4. La contemplación
La mirada contemplativa de Dios se posa sobre los pobres de corazón (Ex 34), los afligidos, los desposeídos, los que tienen hambre y sed de justicia, los misericordiosos, los limpios de corazón, los que trabajan por la paz y los perseguidos por causa del bien (Mt 5,3-10). Contemplar es desear tener la mirada de Dios, viendo lo que no nos atrevemos a mirar. Quien escucha la voz de Dios prepara el oído para escuchar los lamentos de los pobres. La reforma capuchina nace con el deseo profundo de volver a los eremitorios y a los lugares apartados que favorecen el encuentro con Jesús pobre y crucificado, donde el silencio se trasforma en servicio y consuelo a los apestados, y la contemplación se hace compasión.
La oración afectiva en fraternidad significa compartir espacios y tiempos para agradecer comunitariamente los dones recibidos. La oración es alabanza agradecida que nace de la contemplación, cuando descubrimos la bondad de Dios que nos habita. La praxis de la contemplación purifica y trasforma nuestras imágenes de Dios hasta llegar al Dios de la gratuidad (Mt 5,45), quien a su vez fundamenta la gratuidad con la que construimos nuestras relaciones fraternas. Sin contemplación no hay fraternidad.
I.5. La misión
Gratis lo recibisteis, dadlo gratis (Mt 10,8). Una auténtica fraternidad menor y contemplativa se hace sensible a las necesidades y a los sufrimientos de los demás y se abre a la búsqueda de nuevos caminos de justicia, de paz y de cuidado de la creación (1R 9,2). Nuestra misión es descubrir todo el bien que hay a nuestro alrededor para cuidarlo, ayudarlo a crecer, y compartirlo prioritariamente con aquellos que injustamente están privados de los bienes de la tierra destinados a todos.
La vida fraterna es el primer servicio evangelizador; por eso, todo aquello que hacemos es expresión de toda la fraternidad. Como capuchinos seguimos siendo enviados donde nadie quiere ir, para entregarnos a construir juntos espacios de fraternidad en zonas de conflicto y de frontera para vivir el don de la gratuidad.
I.6. La reforma
La reforma capuchina no es un hecho histórico del pasado, es una actitud de vida que forma parte de nuestra identidad carismática. El deseo de renovarse continuamente invita a mirar hacia delante, evitando las nostalgias del pasado, y asumiendo los riesgos que conlleva caminar hacia un futuro no escrito. Frente a los profundos cambios sociales, la respuesta cristiana no es el miedo que nos encierra en la falsa seguridad del tradicionalismo; al contrario, son la fe y la confianza las que nos ayudan a intuir el camino. Levantarse y caminar, para volver a empezar, con el Evangelio y las intuiciones de Francisco y Clara en el corazón.
II. DIMENSIÓN HUMANA: Aprender a ser hermano de todos
La antropología franciscana subraya el carácter dinámico de todo lo creado. En su dinamismo, cada criatura está llamada a llegar a su plenitud. La identidad se expresa en el acto mismo de estar viviendo. De ahí nacen las preguntas sobre quién quiero ser, cómo quiero vivir y qué valores quiero encarnar. Depende de nosotros cómo integrarnos en este mundo, y cómo participar en el diseño de la sociedad actual, de la cultura y de la Iglesia. Dios nos crea capaces y responsables de construir nuestra identidad personal e institucional.
II.1. El hombre, Imago Dei
Hagamos al ser humano a nuestra imagen, como semejanza nuestra… Y vio Dios cuanto había hecho y todo estaba muy bien (Gn 1, 26.31). Lejos de cualquier tipo de pesimismo antropológico, el pensamiento franciscano intuye con entusiasmo la bondad de cada ser. Hablamos de la gracia original, es decir, de la bondad que Dios ha puesto en cada uno de nosotros, de la capacidad para reconocer en Dios la fuente de todo bien y, como consecuencia, el bien que Él obra a través de todas y cada una de sus criaturas.
Dios, Sumo Bien, a través del misterio de la encarnación nos ha hecho partícipes de su bondad, proponiéndonos a su Hijo como modelo antropológico de referencia y fuente de plenitud: su libertad, su modo de amar y su compromiso con la justicia son para nosotros motivo de crecimiento humano y espiritual. Nuestra formación, a través de un proceso de acompañamiento personalizado, ofrece instrumentos necesarios para hacernos hombres libres, maduros afectivamente y compasivos.
Dentro de la vida religiosa, el camino de maduración y de purificación de las motivaciones exige el conocimiento de uno mismo, la aceptación de la propia realidad psico-social y la capacidad para la donación gratuita. También Jesús, guiado por el Espíritu Santo, de forma dinámica y libre, construyó su propia identidad, haciendo coincidir sus opciones fundamentales con el plan de Dios Padre sobre Él. Se trata de tener los mismos sentimientos de Jesús e interiorizar sus valores. Asimilación y trasformación son el resultado final del proceso formativo (Flp 2,4).
II.2. Soledad y relación, las dimensiones existenciales de la persona humana
Quien no sabe estar solo no sabe vivir con los otros, y viceversa; porque ni la soledad ni la fraternidad son refugios para quien tiene dificultades en el encuentro consigo mismo o con los demás. La incapacidad para gestionar los espacios de silencio es fuente de conflictos, generalmente, de tipo afectivo. La soledad contemplativa hace posible el encuentro con uno mismo y estimula la capacidad de reflexión crítica, condición necesaria para el diálogo y la comunicación con los hermanos.
Intimidad (Ultima solitudo) y relación constituyen el fundamento de la antropología franciscana. Las relaciones fraternas nos hacen más humanos protegiéndonos del individualismo y de la autosuficiencia. Sin libertad no hay dignidad humana ni relaciones afectivas sanas. Querer ser y construir un mundo afectivo como el de Jesús exige conocer las propias capacidades, a fin de poder gestionar mejor los sentimientos, emociones y deseos, y orientar toda nuestra vida hacia el Bonum.
La libertad nos libera (Gal 5,1) de todo aquello que obstaculiza la presencia del bien y nos hace capaces de amar otra cosa distinta a nosotros mismos. En la vida fraterna cada uno busca prioritariamente el bien del otro, ya que las relaciones se nutren del bien que Dios hace por medio de cada hermano. La conciencia crítica posibilita el discernimiento entre el bien y el mal, porque negarse a pensar y a asumir la responsabilidad de los propios actos genera, en no pocas ocasiones, el crecimiento del mal y de la indiferencia. El bien verdadero siempre es compartido y se reconoce por su carácter inclusivo. Llegamos a hacer el bien cuando practicamos la misericordia y la compasión.
Los procesos de formación a nuestra vida deben prestar mayor atención a la dimensión psico-afectiva y sexual. Se trata de una realidad rica y compleja que impregna la vida entera y exige un acercamiento múltiple: el silencio contemplativo, las relaciones fraternas, el encuentro con los pobres, el trabajo manual que pone en contacto nuestro cuerpo con la tierra, la pasión por el Reino, el compromiso con la justicia. Estos elementos, fuente de sana gratificación, son necesarios para integrar positivamente toda nuestra energía psico-sexual. El cultivo de una amistad verdadera nos ayuda a amar y a dejarnos amar con libertad.
Una vida sin pasión y sin riesgo es una vida triste y aburrida. Tradicionalmente el eros se traduce en pasión y creatividad, mientras que el ágape expresa mejor la gratuidad en las relaciones. El ágape libera al eros del deseo de posesión y de poder, que convierte a las personas en meros objetos de placer en orden a satisfacer las propias necesidades. Por su parte, el eros integrado y canalizado, nunca anulado o reprimido, permite al ágape desear con pasión: buscar a Dios, ser como Jesús, disfrutar de las relaciones humanas y de la amistad.
II.3. El ser humano, criatura única e irrepetible
La tradición franciscana redescubre el valor de la persona concreta. Dios nos ha creado únicos e irrepetibles, con dones y talentos diversos. Cada hermano es una obra de arte que, desde el ejercicio de la responsabilidad personal, debe descubrir sus propias capacidades y el modo creativo de compartirlas con el mundo.
Francisco se presenta como homo nudus. La desnudez es la imagen de la creaturalidad. Ser criatura significa aceptar ser pobre para poder ser rico de sentimientos y experiencias. Esto exige despojarse de los propios miedos e inseguridades e integrar, de forma armónica, las limitaciones propias de nuestra condición humana. Solo pobres y desnudos, como Jesús en la cruz y Francisco en la hora de la muerte, se experimenta la auténtica libertad.
Loado seas mi Señor por la hermana muerte corporal. En la muerte todo se hace experiencia definitiva y completa. Resulta imprescindible imaginar la propia muerte para llenar de sentido la vida. Francisco recibió la muerte cantando. No se trata de una alegría separada del dolor, por el contrario, es el momento en el que todo se hace transparente. La muerte forma parte del don de la vida porque solo ella nos despierta del sueño de la omnipotencia para vivir la riqueza, de quien, vaciándose, se llena de amor y libertad.
III. DIMENSIÓN ESPIRITUAL: Aprender a desear
El ser humano es constitutivamente religioso y, por ello, la dimensión espiritual abre y completa la formación. Admiración y sorpresa nos abren a la búsqueda de sentido. El Dios cristiano, a través de su Palabra, encarnada por obra del Espíritu Santo, asume un rostro concreto, Jesús de Nazaret, en quien se muestran los rostros de Dios y del hombre.
La necesidad ansiosa de satisfacer inmediatamente los deseos termina por anularlos. Desear es un arte. De lo superficial llegamos a lo esencial, y allí encontramos los verdaderos deseos que entretejen el sentido de la existencia. Jesús ocupa el centro de nuestros deseos: ser hermano menor consiste en tener sus mismos sentimientos y criterios, su estilo relacional, su manera de entender y de vivir la vida, su capacidad para orientar, todos los deseos hacia el Bonum.
III.1. Espiritualidad de la escucha
Francisco, exégesis viva de la Palabra de Dios, no fue nunca oyente sordo del Evangelio. Se propuso seguir más de cerca a Jesús y estableció, a través del Evangelio, una relación personal y afectiva con Él, que va más allá de un acercamiento intelectual, o meramente informativo, a sus palabras.
El fundamento de nuestro carisma es la escucha y la práctica del Evangelio, que se convierte para todos los hermanos menores en el humus de nuestra formación: La regla y vida de los hermanos menores es vivir según la forma del Santo Evangelio. Francisco se presenta como modelo de vida espiritual (forma minorum) ayudándonos a superar, por una parte, el fundamentalismo y, por otra, el sentimentalismo devocional, colocando en el centro la dimensión relacional: el encuentro personal con Jesús vivo y presente en su Palabra, en el Pan compartido de la Eucaristía y en los pobres. Sin este encuentro no hay experiencia de vida.
En sus Admoniciones, Francisco recuerda que frente a la Escritura hay dos actitudes: la de aquellos que únicamente desean saber las palabras e interpretarlas para los otros, y la de aquellos que no se apropian de la letra sino que la devuelven al Altísimo Señor Dios, de quien es todo bien. Apropiarse de la Palabra, contentándonos con el mero análisis y conocimiento académico, nos impide crecer y abrirnos al aspecto relacional; por el contrario, la dinámica de la restitución —recibir y dar— nos ayuda a crecer y a trasformar la propia vida y la de nuestras fraternidades.
La Palabra de Dios ha sido entregada al Pueblo de Dios: la Iglesia. Hay que insistir en la centralidad del criterio eclesial: es la comunidad cristiana, y no el individuo, el lugar original en el que la Palabra se escucha, se interpreta y se discierne. Para nosotros, la comunidad cristiana es la fraternidad. La comunión fraterna entre aquellos que comparten el sueño del Evangelio es el espacio de discernimiento que más favorece el crecimiento humano y espiritual, ayudando a cada hermano, en las distintas etapas de la vida, a establecer un diálogo entre el mundo que nos rodea y el mundo interior, a través de una dinámica de personalización que evite todo subjetivismo.
III.2. Belleza y libertad, sequela Christi
La vida religiosa, como toda vocación cristiana, nace de la escucha de la Palabra. La radicalidad evangélica consiste en hacer del Evangelio la propia forma de vida. Solo el amor, la belleza y la bondad explican el misterio de nuestra vocación. Vivir en el seguimiento de Cristo, pobre, obediente y casto, es el camino que conforma los núcleos vitales en los que se expresan nuestra identidad y pertenencia.
El espíritu de las bienaventuranzas (Mt 5 3-12) es la llave hermenéutica de la interpretación simbólica de nuestra consagración: felices aquellos que desean y sueñan con tener un corazón pobre (pobreza), humilde (obediencia) y limpio (castidad), porque la gracia del Espíritu Santo hará de la obediencia fuente de libertad y autenticidad, de la pobreza fuente de justicia y solidaridad que se dona y se comparte, y de la castidad fuente de una vida fecunda, rica de relaciones afectivas y de sentimientos de ternura.
La vivencia franciscana de los votos religiosos invita a superar el reduccionismo materialista de la pobreza y la tentación de la indiferencia, abriendo caminos de búsqueda de lo esencial e impidiendo que las cosas materiales creen obstáculos en nuestras relaciones fraternas; nos protege, de igual modo, del posible reduccionismo psicológico de la obediencia y de la tentación del individualismo, creando espacios fraternos de interdependencia; y, finalmente, nos alerta contra el reduccionismo biológico de la castidad y la tentación de la tristeza del corazón, proponiendo una vida afectiva abierta, capaz de integrar la soledad y haciéndonos cercanos a los pobres y a los que sufren.
III.3. La contemplación que invita al seguimiento
Los procesos formativos que no favorecen el silencio y la interioridad corren el riesgo de apuntalar una espiritualidad superficial. El silencio nos permite escuchar los gritos y lamentos de nuestro mundo. Sin silencio no hay oración contemplativa. Quien inicia la formación a nuestra vida debe ser capaz de ir abandonando aquellas imágenes previas de Dios que impiden una verdadera actitud de búsqueda y de escucha.
La rica tradición capuchina nos ha transmitido diversos métodos de oración mental y afectiva. Entre ellos, destaca uno de fuerte inspiración bíblica, que hace del lector no un mero espectador, sino un actor protagonista habitado por la Palabra.
La contemplación franciscana tiene unas características propias. Contemplamos en fraternidad a Cristo pobre y desnudo, que se identifica con los pobres y los que sufren. Contemplar, en este caso, significa dejarse contemplar; mirar, dejarse mirar; amar, dejarse amar, renunciando a cualquier intento de apropiación de lo contemplado. Todo nuestro esfuerzo debe consistir en no hacer nada. Él es el protagonista, no nosotros. Será el Amor quien irá, poco a poco, transformándonos en lo que contemplamos, e introduciéndonos en la pedagogía del don, donde todo lo recibido es, a su vez, restituido. Los frutos de la contemplación son para ser entregados, sin olvidar que el fin último de todo acto contemplativo, en perspectiva franciscana, es siempre la compasión.
III.4. Vida sacramental, devociones y santidad
Los sacramentos de la Eucaristía y la Reconciliación ocupan un puesto fundamental en nuestra vida cotidiana. En la Eucaristía, misterio de amor y justicia, Jesús continúa haciéndose Pan de Vida (Jn 6 48-58) que se entrega gratuitamente para alimentar el deseo de transformarnos nosotros también en pan que se entrega a los demás. Al mismo tiempo, conscientes de la fragilidad de las relaciones humanas, y de la tendencia a la apropiación, el sacramento de la Reconciliación nos ayuda a superar cualquier tentación de pesimismo y a poner toda nuestra confianza en la fuerza trasformadora del amor.
A través de la Liturgia de las Horas, además de unirnos a la oración universal de la Iglesia, de algún modo nos unimos a las alegrías y sufrimientos de nuestro mundo. Los salmos recogen, en una sola voz, las voces de toda la humanidad: las experiencias, los sentimientos y las emociones humanas, que van desde el gozo y la alabanza hasta el grito de lamento, sostenido siempre por la esperanza. Nada de lo humano nos es ajeno. La sensibilidad y creatividad litúrgica de san Francisco y la sobriedad en las celebraciones litúrgicas de los primeros capuchinos nos ayudan a evitar el formalismo y la sobreabundancia de palabras.
Santa María, Hija del Padre, Madre del Hijo y Esposa del Espíritu Santo, es forma de la Iglesia y modelo de todo discípulo, porque ha creído y ha puesto en práctica las enseñanzas del único Maestro (Lc 11, 28). Con ella, modelo de verdadera devoción, aprendemos a conocer la Palabra de Dios. Su canto poético del Magnificat está completamente tejido por los hilos tomados de la Sagrada Escritura. Así se pone de relieve que la Palabra de Dios es verdaderamente su propia casa, de la cual sale y entra con toda naturalidad. María habla y piensa con la Palabra de Dios; la Palabra de Dios se convierte en palabra suya y su palabra nace de la Palabra de Dios. Al estar íntimamente penetrada por la Palabra de Dios, puede convertirse en madre de la Palabra encarnada. Junto a ella, la sabiduría espiritual de Clara y Francisco son referencias fecundas en nuestro continuo caminar hacia Cristo.
También hoy, el fin último de nuestra vida es la santidad. La propuesta de ser capuchino, misionero y santo ha dado a la Iglesia y a la Orden numerosos frutos de santidad; sin embargo, la sensibilidad actual nos invita a superar el modelo de santidad “individual” y a prestar mayor atención a la vida fraterna como fuente de santidad: comunidades santas, comprometidas en el seguimiento de Jesús y en la creación de proyectos de vida fecundos.
IV. DIMENSIÓN INTELECTUAL: Aprender a pensar con el corazón
La identidad débil es una de las características de nuestra cultura. Las distintas etapas de formación deben ayudarnos a construir una estructura mental (forma mentis) que alimente y sostenga los distintos modos de dar significado a la realidad (forma vitae): quien no vive como piensa acaba pensando como vive. Precisamente, el pensamiento franciscano presenta una forma peculiar de contemplar y vivir la profundidad inagotable del misterio de la realidad. Su punto de partida es la reflexión filosófica y teológica de las experiencias vitales de san Francisco.
La dimensión intelectual franciscana no se reduce al estudio, sino que integra de modo dinámico el resto de las dimensiones de la vida, en una visión en donde la voluntad dirige a la inteligencia hacia el amor, dando prioridad a la vía afectiva en el conocimiento de la realidad: solo se conoce bien aquello que se ama.
IV.1. Aprender a aprender
La capacidad relacional, la apertura mental, la tolerancia y la flexibilidad son elementos imprescindibles de la personalidad de aquel que elige la vida fraterna. La sabiduría de la vida nos invita a integrar las propias capacidades y límites, a descubrir incluso que los errores forman parte del camino del aprendizaje. La vida en fraternidad exige proteger los dones de los hermanos, aceptando la riqueza de ser distintos y dejando atrás el miedo (Mt 25, 25).
La cultura actual presenta retos antropológicos que piden a nuestra formación una gran sensibilidad para acercarnos al misterio humano, de forma exigente, crítica y, a la vez, humilde. Estamos llamados a ser expertos en humanidad, sabiendo leer e interpretar las expectativas y miedos de nuestros contemporáneos, entendiendo sus motivaciones, discerniendo sus dudas, acompañando el sufrimiento, ofreciendo ––desde la propuesta y el diálogo–– la sabiduría del misterio cristiano.
El modo de mirar el mundo no puede estar desconectado de la vida afectiva. La contemplación se convierte en una fuente de conocimiento que aporta ternura y esperanza: solo el amor sana las heridas del mundo y, al mismo tiempo, nos hace conscientes de sus desajustes. El hombre, y no lo que produce, debe ocupar el centro de atención, creando una cultura de la fraternidad que reconozca la necesidad que tenemos los unos de los otros y, al mismo tiempo, asegure la confianza en la bondad del ser humano y en su capacidad de tener compasión.
IV.2. Intuición, experiencia, afectividad y relación
La tradición franciscana trata de superar el dualismo entre vida y estudio. El misterio trinitario ilumina las facultades humanas, ampliando la visión antropológica. Así, en la memoria, ligada a la persona del Padre, reside la imaginación y la creatividad; en la inteligencia, vinculada al Hijo, descansa la capacidad de razonar y la búsqueda de sentido; y, por último, en la voluntad, asociada a la persona del Espíritu Santo, reside la capacidad de desear, que se expresa siempre a través del amor.
La inteligencia humana integra dinámica y progresivamente los conocimientos, las habilidades y las actitudes que, de modo intuitivo, dan sentido a la propia vida y orientan la voluntad para que el deseo encuentre lo verdadero, lo bello y lo justo. El saber se hace sabiduría gracias a los sentidos que nos introducen en el mundo de la experiencia afectiva: la verdad solo se manifiesta en el amor. Nosotros no vivimos para llenarnos de conocimientos y hacer muchas cosas. Vivir es hacer experiencia de la vida, construirnos, realizarnos, dar lo mejor de nosotros.
Para la tradición franciscana, el ser humano no es solo un animal racional, es también una creatura del deseo, siempre en correspondencia con el Dios del deseo (Job 42, 2). Pensar y desear correctamente, en modo franciscano, consiste en saber qué es lo que se quiere y cómo se quiere. La purificación de las motivaciones de la propia voluntad debe propiciar estilos de vida coherentes con las relaciones fraternas, las prácticas pastorales, la visión del mundo, de la economía y de la política. Todo esto ha de irse incorporando a la propia vida, de modo gradual, en cada etapa de la formación.
IV.3. Transformar juntos el mundo desde nuestra pobreza
La fuerza transformadora de la reflexión no puede reducirse al ámbito del pensamiento individual. Es la fraternidad la que siente, piensa, contempla, se compromete y actúa. Desde los programas de formación académica hay que insistir en la necesidad de una metodología que favorezca dinámicas de grupo que nos ayuden a pensar juntos, superando la competitividad, la autosuficiencia, el narcisismo intelectual y a establecer diálogo interdisciplinar entre los diversos conocimientos. Se trata de pensar y actuar juntos, porque el conocimiento no es solo inteligencia, sino experiencia de vida.
Los pobres se convierten en lugar de sabiduría para Francisco. Ellos son nuestros maestros. Las periferias geográficas y existenciales constituyen lugares preferenciales para el encuentro entre el estudio y la vida. La valentía, la pasión y la creatividad, con ayuda de la razón, se comprometen con la justicia, la solidaridad y la fraternidad. El reto más grande del mundo contemporáneo es que ningún ser humano sea excluido.
La formación intelectual tiene como punto de partida el propio contexto cultural: familia, educación, ritos, relaciones, lengua, etc. La primera exigencia es conocer y amar la propia cultura, sin absolutizarla y sin perder la capacidad crítica frente a sus límites. La formación a la interculturalidad nos desafía a acoger lo diverso, a relacionarnos con el otro, a desarrollar la capacidad del diálogo. La tarea de interpretar el pensamiento franciscano en las diversas culturas es una cuestión abierta.
Escucha humilde, creatividad y sabiduría relacional son los valores que permitieron a san Lorenzo de Brindis integrar de modo armónico la vida, el estudio, la santidad y la actividad apostólica. Para entender correctamente nuestra misión y poder responder a los desafíos de la cultura actual, el Doctor Apostólico nos recuerda que para los capuchinos la reflexión tiene que brotar siempre del contacto con los problemas vivos de la gente y del contacto con la Sagrada Escritura. La centralidad de Cristo en nuestras vidas nos ayuda a entender la misión desde su dimensión itinerante: en camino, nuestro hermano Lorenzo contempla, piensa, escribe y desarrolla su actividad diplomática ayudando a sus contemporáneos a construir la paz y a fortalecer el bien.
En el Itinerarium, san Buenaventura indica las actitudes que debe tener quien afronta la práctica del estudio y la reflexión desde la perspectiva franciscana: no basta la lección sin la unción, la especulación sin la devoción, la investigación sin la admiración, la circunspección sin la exultación, la industria sin la piedad, la ciencia sin la caridad, la inteligencia sin la humildad, el estudio sin la gracia, el espejo sin la sabiduría divinamente inspirada. Estas palabras están en perfecta sintonía con la recomendación que san Francisco hace a san Antonio y que sigue siendo válida hoy: Me agrada que enseñes la sagrada teología a los hermanos, a condición de que, por razón de este estudio, no apagues el espíritu de oración y devoción, como se contiene en la Regla.
V. DIMENSIÓN MISIONERA-PASTORAL: Aprender a anunciar y a construir la fraternidad
Vivir como hermanos menores los unos para los otros es el elemento primordial para la vocación franciscana, que a su vez se convierte en el primer elemento de la evangelización. La fraternidad y la misión son nuestra razón de ser, y no es la eficacia pastoral sino la calidad de nuestras relaciones lo que nos define carismáticamente y nos hace testigos auténticos del Evangelio.
V.1. La misión del Hijo: hacerse nuestro hermano
116. En Jesús, el misterio de la Trinidad se manifiesta como amor y comunión. Dios ha querido, libre y gratuitamente, compartir su intimidad. Nos ha elegido y predestinado para formar parte de su familia (Ef 1, 11). En esto consiste la misión del Hijo: en hacerse nuestro hermano para que nosotros lleguemos a ser hijos de Dios y hermanos entre nosotros.
El Espíritu Santo, Señor y Dador de vida, es el protagonista de toda la misión eclesial. Francisco experimenta a Dios como Sumo Bien que a través del don del Espíritu Santo nos hace partícipes de su infinita bondad (Bonum diffisivum sui). El Señor resucitado nos envía a ser testigos alegres de su Evangelio y nos promete la fuerza de su Espíritu para sostener nuestra vocación de discípulos-misioneros; luz de la inteligencia y llama ardiente del corazón que guía nuestros pasos en la construcción de una nueva humanidad en la que Cristo será, definitivamente, todo en todos.
A través del bautismo somos discípulos y misioneros. La escucha de su Palabra, partir juntos el pan de la eucaristía y la contemplación del rostro de Cristo en el pobre, son espacios de intimidad con el Maestro (EG 119-121). De esta intimidad nace el deseo de la misión: construir juntos el Reino de los Cielos.
V.2. Nuestra vocación eclesial
La misión es la razón de ser de la Iglesia. El mismo Jesús, lavando los pies a los discípulos, deja claro el sentido y la misión de toda comunidad eclesial: amar, lavar y curar las heridas de nuestro mundo (Jn 13,1-11). Desde su vocación de servicio está llamada a encarnarse también en las periferias existenciales creando espacios de humanidad, trabajando por el bien común y la construcción de la paz.
San Francisco, vir catholicus et totus apostolicus, somete su proyecto de vida al discernimiento de la Iglesia, que a través de su magisterio nos ayuda a comprender la belleza y las exigencias de la vida evangélica. La Iglesia reconoce que el proyecto del Poverello no es un sueño imposible: vivir como verdaderos hermanos en medio del mundo es el modo más fiel y más hermoso de anunciar a Jesús y su Evangelio.
La fuerza carismática de nuestra vocación capuchina, comprometida con la misión de la Iglesia, nos hace expertos en comunión gracias al testimonio de las relaciones. Somos enviados por la fraternidad, y nuestra misión tiene sentido solo si nos mantenemos en comunión fraterna y con la Iglesia. La pastoral en fraternidad es el mejor antídoto contra el activismo y el individualismo, y nos protege del narcisismo apostólico, de patologías afectivas o del uso inapropiado del dinero.
V.3 Formados para la misión
La misión ocupa un puesto central en la historia de la Orden. Todas las etapas de formación han de tenerla en su horizonte. Un proceso de iniciación, continuo y coherente, debe ayudarnos a encarnar nuestros valores carismáticos superando las dificultades e integrando las diferencias culturales.
Los proyectos formativos de las distintas circunscripciones han de favorecer la dimensión pastoral a través de itinerarios diversificados que tengan en cuenta los dones y carismas de cada hermano. Todos los hermanos han de tener los mismos derechos y oportunidades de formación. Hay que buscar un equilibrio entre contenidos y experiencias, de tal modo que se garantice una formación integral. Todas las experiencias pastorales deben ser acompañadas y evaluadas.
Al finalizar el proceso de formación inicial los hermanos deben tener un conocimiento suficiente del mundo en su realidad local y universal, y haber adquirido las herramientas necesarias para hacer un discernimiento pastoral en los distintos ambientes socio-culturales, prestando atención a la dimensión ecuménica y al diálogo interreligioso. Un hermano menor se distingue por su cercanía y solidaridad con los pobres; por su aprecio y respeto a las diversas culturas, lenguas y religiones; por su compromiso con la justicia social, la construcción de la paz y el cuidado ecológico del planeta.
Nuestro mundo es cada vez más multiétnico y multicultural. Es urgente aprender a situarnos en esta nueva realidad. Es propio de nuestra misión la creación de espacios de escucha y de diálogo entre fe y razón, entre creyentes y no creyentes, entre las distintas confesiones cristianas y las distintas religiones. Esto requiere apertura y flexibilidad, evitando el fundamentalismo que oculta aquella parte de verdad en el amor presente en los otros.
Los modos de comunicación y relación están en continuo cambio. Los proyectos de formación deben prestar especial atención al modo de integrar el pensamiento y la acción en los nuevos lenguajes digitales, con inteligencia crítica y creativa. Los mass media tocan puntos neurálgicos de nuestro mundo cognitivo y afectivo, y nos ayudan a compartir experiencias, conocimiento, trabajo y entretenimiento. Un uso correcto y evangélico exige estar atentos a las dependencias, al empleo del tiempo, a las consecuencias en las relaciones fraternas y al trabajo pastoral e intelectual.
Nuestra vida consagrada tiene un carácter escatológico. Somos misioneros cuando anunciamos, como hermanos, el Evangelio del encuentro y la alegría del servicio; cuando humanizamos la tierra creando lazos de fraternidad; cuando, con gratitud y admiración, contemplamos la belleza de la creación, cuando reconocemos el bien que Dios sigue realizando en todo viviente; cuando, unidos al canto de María, proclamamos las grandes cosas que el Señor sigue haciendo en cada uno de nosotros (Lc 1,49).